Sacamos los billetes para Roma mucho antes de viajar, no sé si en diciembre, ni bien supimos el calendario laboral de este año o a la vuelta de Argentina. La cuestión es que como siempre, sacamos los pasajes y nos relajamos, como si con eso bastara. Así que tiempo después, ya urgidos por la proximidad de la fecha, nos centramos en el hospedaje. Cuando vimos las opciones, una de las más convenientes parecía un B&B un poco alejado pero al que se llegaba con un autobús que se tomaba en una estación de metro tampoco tan alejada.
Luego se sumó Nati, que también tenía el “huevo” de Roma, y por suerte consiguió una pieza en el mismo B&B. Todo organizado.
Más cerca de la fecha, comenzamos a preocuparnos por llegar al aeropuerto, ya que el vuelo salía tan temprano que no nos daba tiempo a llegar con el metro. El miércoles, yo perdí buena parte de la tarde analizando cómo llegar a la estación de Barajas desde donde nos dejaba el búho, viendo si había parada de taxis en esa plaza y probando cuándo tardaba el metro a la T4. Ya estábamos listos para irnos a dormir cuando Javi, buceando en la web de la EMT encontró el 204, cuyo primer servicio es a las 5.20 y nos venía perfecto.
Nos despertamos en función de la hora a la que supuestamente pasaría el búho por la esquina de casa, así que cuando vimos que faltaban más de 20 minutos, decidimos irnos a Puerta del Ángel, por donde pasaba uno un poco antes. Cuál fue nuestra sorpresa cuando lo perdimos por un par de cuadras... Enojados por nuestra impaciencia, y como ya habíamos perdido 20 minutos, decidimos tomar un taxi hasta Cibeles. Con un poco de atasco por Sol, llegamos bien para tomarnos el búho ahí, pero resulta que con los preparativos para festejar el 2 de mayo, habían movido las paradas hasta la Plaza de Neptuno. Corrimos hasta ahí, y llegamos a tiempo para tomarnos el N4 tal como lo teníamos previsto. Una vez en la parada de Av. de América, ya esperando el 204, nos dimos cuenta de que el taxi no hubiera costado mucho más hasta ahí, que podríamos haber esperado el N16 y que también podríamos tomado el siguiente N4. Pero bueno, era nuestra primera vez y bastante bien íbamos.
Llegamos al aeropuerto muy bien, un ratito antes de las 6. Pasamos por seguridad y enseguida nos instalamos en la zona de la derecha de la T4, seguros de que saldríamos de ahí. Extrañados de que no apareciera nuestro vuelo, nos fijamos en las pantallas y resulta que salía de la otra punta. En ese momento es cuando los carteles que anuncian que se tarda 10 minutos en llegar de una punta a la otra te pueden sacar los nervios. No paramos de correr, yo muy nerviosa porque el billete electrónico decía que el acceso se cerraba 15 minutos antes y estábamos al límite. Llegamos bien, muy bien: el avión salió con un retraso de una hora, durante la cual todos aventuramos distintas teorías. Al final salimos a una hora razonable, aunque preocupados porque llegaríamos con retraso.
Al llegar a Roma, fuimos a la oficina de turismo para comprar todas las tarjetas de transporte y turismo y así estar listos para todo. Luego de eso, fuimos a tomar el tren. Como sabíamos que teníamos que comprar el pasaje antes de subir, nos dedicamos a ello. Había otro punto de información al turista y allí fuimos. Luego de unas vueltas, nos dimos cuenta de que en realidad usaban ese nombre para atraer turistas desprevenidos y cobrarles 20 euros cada uno por un servicio puerta a puerta, frente a los 5.5 del tren normal. Así que fuimos a comprar el billete a la ventanilla de la empresa de trenes, y de ahí al andén a esperar el tren, que salía 20 minutos más tarde. A esto, ya eran las 11.10...
Más o menos a las 12 nos bajamos en la estación Ostiense, donde supuestamente combinábamos con el otro tren regional para llegar a Villa Aurelia. Lo que se le olvidó decirle a la del tren fue que tendríamos una hora de espera. Para evitar perder tanto tiempo, decidimos tomar el metro, y ahí fuimos. Llegamos a Villa Aurelia antes de que saliera el tren desde Ostiense, buen balance. Pero no había forma de encontrar el 906. Todas las opciones que probábamos fallaban. Probamos todas las calles obvias, preguntamos al diariero, dimos vueltas, subimos, bajamos... Hasta que le preguntamos al kiosquero de la estación y luego de un intento fallido y de preguntarle de nuevo, dimos con la parada. Esperamos un ratito, y llegó el 906. Por fin! Ya eran las 13.30... Y ahí terminaba el último trayecto hasta las 16.30. Estaba claro, estábamos camino de perder todo el día, tal como había vaticinado el pesimista mientras esperábamos el avión pero por otras razones, bastante más tontas. Y así nos sentíamos, tontos.
La única forma de llegar al hotel antes de las 17.00 era tomar un taxi. Pero desde ahí no se veía ninguno. Así que optamos por seguir el camino del autobús, lleno de recovecos, y ver si así teníamos suerte. Tuvimos que caminar mucho, bajo el sol, para llegar a una avenida por donde pasaban al menos dos autos seguidos que no estacionaban en la siguiente puerta de garaje. En una estación de servicio vimos un taxi libre, pero ya no trabajaba. Pronto vimos el siguiente taxi y nos subimos. Empezó a andar y andar y de pronto nos asustamos: tomó la autopista, cambió la tarifa y parecía que se alejaba de todos los lugares habitados. Su respuesta corta y afirmativa no hizo sino asustarme más, pero qué podíamos hacer... Al final tenía razón, era lejos y nos había llevado por buen camino. Llegamos con una gran sensación de alivio pero también con los nervios de no saber si Nati nos esperaba todavía. Nos atendió un hombre, muy amable, que nos dio las llaves, mapas, escaneó nuestros pasaportes... todo antes de confirmarnos si estaba o no Nati. Por fin nos vimos, la pobrecita estaba esperándonos. Qué alivio!
Nos dimos un fuerte abrazo, nos contamos las respectivas andanzas para poder llegar al B&B, y después, lo primero que pensamos fue: “vamos al centro”. Esperaríamos a las 16.30, cuando se reanudara el servicio de autobuses, para no gastarnos un dineral en taxi. El autobús pasaba cada hora. Salimos y nos sentamos en la parada más cercana, que además tenía sombra. Vimos la otra parada, pero pensamos que estaban tan cerca que podríamos parar el autobús que pasara para un lado u otro en cuanto lo viéramos. La cuestión es que luego de unos cuantos mates, en cuanto vimos venir al primero, nos dimos cuenta de que era el que teníamos que tomar, pero estábamos en la parada equivocada. Frustrados, muy frustrados, decidimos que aunque tuviéramos que esperar una hora más, si ya habíamos esperado una y no queríamos volver a gastar en taxi, esperaríamos. Y nos mudamos de parada...
Al final llegó el micro. Estábamos felices porque al fin nos habíamos encaminado al centro. A encontrarnos con la ciudad. A llenarnos de ella, en ella. Y teníamos un hambre... Tomamos el 906 hasta Villa Aurelia, y de ahí el metro hasta Spagna, para ir a la tan sonada Plaza de España. Cuando salimos del metro, llegamos a la realidad que nos encontraríamos todo el fin de semana: un hormiguero de gente de todos lados, todo el tiempo, en todos los lugares. Decir que había mucha gente en todos lados es poco. Estaba bien para la gente que decía al volver de Mar del Plata “¡¡Estaba hermoso, había de gente!!!”. Muy linda, pintoresca con sus escaleras, pero la iglesia de atrás, en obras. ¡Vaya suerte! De ahí, siguiendo a la muchedumbre, fuimos a la Fontana di Trevi. ¡Qué bonita! Imponente, bella, armónica... Y claro: llena de gente. Lograr una buena foto con nosotros ahí y sin caras extrañas por todos lados era una misión imposible, por lo que nos centramos más en ad/mirar la belleza de esas formas y en escuchar el ruido del agua. Hay cosas que cuesta transmitir con palabras. La sensación de ver una fuente con agua que es tan bella que da pena que el agua la esté erosionando es una de ellas. O que la fuente pueda enriquecerse tanto con el arte. O cómo se desdibujan los conceptos en la propia mente. Una fuente, según mi experiencia en 9 de Julio, era una pileta con mucha agua y un par de chorros. Como mucho, tal vez tuviera un par de angelitos en el medio y unos pececitos de color naranja dando vueltas. Pero luego, uno ve las de Cibeles o Neptuno en Madrid y se da cuenta de que también el de las fuentes puede ser un mundo para descubrir.
De la Fontana di Trevi, e intentando huir (¡ilusos!) de la multitud, fuimos al Panteón, no sin antes tomarnos un rico helado artesanal. Si uno se sentía chiquito y sencillo ante la fuente, qué decir ante una mole de cemento que lejos de parecer eso, es la representación misma de la armonía, de la solemnidad. Construido hace miles de años, se hizo como lugar sagrado para el descanso eterno de unos cuerpos ilustres. Cuando uno lo mira por fuera, no puede dejar de pensar cómo esa pequeña cúpula circular que se ve asomar apenas, puede ser, por dentro, tan perfecta como dicen. Le dimos un par de vueltas, admirando el exterior, las columnas, el foso, las puertas de bronce, y luego nos fuimos rumbo al tradicional concierto del 1 de mayo. A Nati se lo había recomendado María, una italiana del trabajo, y el señor del B&B también nos lo aconsejó, y nos indicó la estación de metro que mejor nos dejaba, ya que la de la propia plaza estaría cerrada. Unas cuadras antes de llegar a la plaza, nos inundó el espíritu del concierto: muchos jóvenes tomando alcohol y fumando, las calles llenas de basura, mucho ruido... Ese era el espíritu del 1 de mayo. Nos acercamos, cada vez más desilusionados. Cruzamos la muralla que había, tras la cual se veía una pantalla gigante, y en cuanto vimos y escuchamos mejor al que cantaba, decidimos dar la media vuelta. Teníamos que estar en la parada del 906 antes de las 21.00, cuando pasaba el último autobús hacia el hotel. Y queríamos cenar.
Veníamos decidiendo en el micro si nos bañaríamos antes o después de ir a comer, qué pediría cada uno y cuánto gastaríamos... cuando llegamos y vimos que estaba cerrado. Eran las 21.30 y no había ni rastro de nadie. Ni un alma. Nati nos dijo que ella había preguntado si abrían todos los días y le habían dicho que sí. Pero estaba claro que el 1 de mayo en Italia no es un día como los demás. Así que intentamos salir a buscar el otro lugar para comer que estaba señalado en el mapa que nos habían dado en el B&B. Para estar seguros de no perdernos, les preguntamos a unos hombres que encontramos en el camino, y nos dijeron que seguramente estaría cerrado por festivo. Así que dimos media vuelta. Probaríamos suerte con la comida a domicilio. Al final sí que tuvimos suerte: llenamos el estómago con una pizza medio berreta y un poco de gaseosa. Si no comenté nada sobre el almuerzo, fue porque no hubo... O sea que en el día sólo habíamos comido el licuado a las 4 de la mañana, unas galletitas, agua y el helado. Necesitábamos cargar energías. Nos comimos todo. Era temprano cuando terminamos de cenar: nos bañamos y nos fuimos a dormir, esperando que el día siguiente fuera mejor.
Pero ahí no terminó el día... Apenas había pasado el mediodía y quedaba mucho por hacer en Atenas.
Cuando volvíamos caminando desde el metro hasta la casa de Bula, hicimos una breve parada en la casa de Pedro, un amigo de Tasos. Los conocimos a él y a sus padres. Ninguno de los tres hablaba en castellano ni inglés, pero con tanta calidez, la verdad es que nada de eso fue necesario. Tasos les contó quiénes éramos, y ellos, enseguida nos dieron la bienvenida con agua fresca, jugo y unos palitos helados tamaño copetín. Recargamos energías y seguimos caminando hacia la casa de Bula, que nos esperaba para almorzar una comida típica y muy trabajosa que nos había mostrado preparada la tarde anterior. Era Musaká: un pastel que lleva una base de berenjenas fritas, luego una capa de carne picada con salsa de tomates, y arriba, una gruesa capa de salsa blanca muy espesa, con queso. Estaba sabrosísima, deliciosa, y podría haber comido más si no hubiera sido porque con sólo una porción quedé repleta. Además de la musaká, nos sirvieron una ensalada que en esos días sería un clásico: tomates, pepino, queso feta, pimiento rojo, aceite de oliva, sal y orégano. Un día, a la vuelta, cuando la estaba comiendo en el trabajo, mi compañera Bárbara me dijo: "Es como comer gazpacho en ensalada". Exacto. Bueno, volviendo a ese domingo en Atenas: frente a la contundente musaká, y a cualquier otra comida sólida, la ensalada esa es uno de los mejores inventos para el verano: fresca, liviana y rica. De postre, comimos un dulce de uvas que había hecho Bula para que las uvas "no se le echaran a perder", como dicen todas las abuelas. Era de estas uvas blancas, muy ovaladas y sin semillas, y estaba tan rico que yo intenté robarles a Javi y Tasos el juguito que les sobraba en sus respectivos platos. Entonces, Bula fue a la cocina a buscar un frasco bastante grande que me regaló. Y es mi perdición: cada vez que pienso qué gustito dulce puedo darme, me como un par de uvitas. Después del postre, nos tomamos el ya clásico frapé, y después de un ratito de sobremesa, nos pusimos en marcha otra vez. Fuimos al Museo Arqueológico Nacional. Por fuera, está bien, pero no me impresionó mucho: unas columnas, varios árboles, un parque más allá y una avenida frente a la entrada principal. ¿El precio? Comparable al de cualquier otro museo de pago en Europa: 7 €. Y no, siendo domingo como era, no era ni más barato ni gratis, como suele ser en otros sitios. Pero es Grecia, y ahí uno paga lo que le pidan. Esto ya lo hablamos, creo...
El museo es maravilloso, tiene cosas muy bellas y fue hermoso verlas. Empezamos viendo todo, pero luego nos dimos cuenta de la cantidad de cosas que tenía y elegimos ver la antigüedad griega con especial atención. Vimos grandes esculturas en bronce, entre las cuales destacan especialmente las de Poseidón, un niño cabalgando, un hombre y una dama (cuatro en total que me impresionaron especialmente, por su tamaño y armonía). Había otras también muy bonitas, talladas en piedra, pero eran figuras a las cuales estamos más acostumbrados: hombres y mujeres desnudos, de cuerpos tallados con una precisión asombrosa, o ángeles, o animales. Además, miramos las vasijas de barro, que tenían dibujos en negro que representaban ciertas ceremonias, actos o rituales de la vida. También nos acercamos a la zona de los cascos y escudos, para que Javi pudiera ver en vivo y en directo el atuendo de los soldados de la antigüedad clásica. Al final, ya estábamos bromeando: todas las vasijas, preciosas, pero en pocas se veía a la gente haciendo el amor. Entonces, mientras Javi sacaba una foto de un esqueleto rodeado de pequeñas vasijas como muestra para sus amigos de adónde lleva la bebida, Tasos le preguntó a un guardia dónde estaban los cuencos que tenían escenas de sexo, y hacia allí fuimos. Fue divertido, aunque las vasijas no eran ni más lindas ni menos que las otras. Todo era bello, precioso, digno de ver. Lo que fue muy interesante es el avance de la escultura de piedra hacia lo que ahora llamamos la belleza clásica: las primeras figuras humanas eran menos proporcionadas, más gordas y para qué negarlo, menos bonitas. Y poco a poco, uno ve cómo va cambiando la forma de representar el cuerpo humano, y celebra que los griegos hayan sido tan geniales. La belleza del cuerpo de Poseidón es grandiosa. Como su expresividad, a pesar de que sus ojos son un par de agujeros. O la fuerza que impone esa dama de unos dos metros de alto, aunque su cabeza y cuerpo están cubiertos con una túnica que sólo deja ver unos pliegues que, piensa uno, van a volar con el menor soplo. Bello, bello. Todo bello. Sólo belleza.
Salimos en el momento justo: habíamos visto todo lo que queríamos ver, varias cosas más, y ya estábamos empezando a saturarnos. Pero como digo, nos fuimos justo antes de que llegara ese imperativo "Necesito salir", así que salimos encantados de la vida.
Caminamos un poco, rumbo a la estación de autobuses en la que la semana siguiente haríamos solos el trasbordo entre el autobús que nos llevaría desde Kavala a Atenas y el que nos llevaría al aeropuerto. Tasos quería que estuviéramos seguros de que reconoceríamos el lugar y todo, porque estaríamos solos. Después, íbamos a tomar el autobús que nos llevaría a la casa de Bula, pero el kiosco de billetes estaba cerrado, así que Tasos fue a comprarlos a la estación de metro, mientras nosotros dos esperábamos frente al autobús, que ya estaba por salir. Y Tasos no llegaba, y la gente subía al autobús... nosotros estábamos cortando clavos, pero no era grave: en el peor de los casos, perderíamos unos cuantos minutos, tal vez media hora, pero Tasos volvería e iríamos como fuera a la casa de su mamá. Llegó, por supuesto, y emprendimos el regreso. Cuando llegamos, tomamos un frappé con la hermana y la mamá de Tasos, y luego se sumaron a la reunión el hermano con su esposa y su niñita. Intentamos comunicarnos, sacamos unas fotos; vino la vecina de enfrente, muy simpática, nos dejó su teléfono y se fue. A los pocos minutos, volvió con algo en su mano cerrada, que puso en la mía diciéndome "for a memory". Era una cadenita de plata, con unos delfines. Preciosa. Además, nos dejó su teléfono, y luego se fue. En eso que estábamos tranquilos, disfrutando de la compañía del otro, Tasos se dio cuenta de que el reloj de pared de su mamá atrasaba 15 minutos, o lo que es igual, no estábamos retrasados pero teníamos el tiempo justo. Así que salimos disparando con la hermana de Tasos en el coche, rumbo a la estación de trenes. Allí nos encontramos con una amiga de Vaso, que hablaba perfecto castellano y que tenía una bolsa con zapatos para que le lleváramos a ella. Nos los llevamos, la saludamos, y nos fuimos a nuestro tren. Entramos, yo subi a mi camita, me cambie, Javi y Tasos se quedaron en las de abajo (hicieron una suma de pesos y prefirieron estar mas cerca del piso, jeje), apagamos las luces, y con el traqueteo del trenquetrenquetren nos quedamos dormidos.
Esa noche, caímos rendidos. Después de bañarnos, nos acostamos y ahí quedamos, fritos. Hacía mucho calor, había mucha humedad y el aire nos aplastaba. Así que caímos, agotados, y yo dormí como un tronco. Javi, que sufre un poco más el calor, me comentó a la mañana siguiente que no había descansado demasiado bien; pero igualmente, después de una semana de trabajo, de organizar todo para el viaje, del mismo vuelo y el día tan intenso en Atenas, una noche de dormir sin el límite del despertador parecía un regalo de los dioses del Olimpo. Igualmente nos despertamos bastante temprano. Nos habíamos acostado a las 12, más o menos, y a eso de las 9 ya estábamos arriba. Desayunamos café griego –este que tiene mucha borra- con unas galletitas de manteca. Muy rico, distinto. En cuanto pudimos (nos costó un poco...), nos pusimos en marcha, rumbo al Partenón. Subiríamos y haríamos todo lo que nos dejaran. Había un sol increíble, y calentaba bastante. Por suerte, yo iba bien ataviada: short blanco, musculosa roja y zapatillas, con medias, para aguantar cualquier caminata. Javi también, iba con remera y short de algodón. Y Tasos, igual. Hasta la estación de metro, un poco distante de la casa de Bula, nos llevó el tío de Tasos. De ahí fuimos a la estación más cercana al Partenón, y entonces emprendimos la caminata. Llegamos al perímetro, pagamos la entrada (12 € para tres días, de los cuales nosotros disfrutaríamos sólo uno, con lo cual resultó un poco caro). De día, se imponía el blanco de la piedra contra el cielo azul. Lo primero que nos encontramos al subir, fue el Teatro de Dionisio. Éste está en la ladera de la sierra en cuya cima se levanta el Partenón. Aprovechando la pendiente que brinda la naturaleza, se organizó el graderío semicircular de piedra, que va subiendo conforme sube la sierra. Llega un punto en el cual –claro, no?- terminan las gradas. Ahí hay un estrecho camino, a cuyos lados están el Teatro y un muro recto que cubre la sierra. Más allá del muro, sobre la cima aplanada de ese accidente geográfico, está el Partenón, que se impone como el monumento más grandioso, pero entre otros no menos interesantes y llamativos. Los teatros que hay son preciosos, y dan testimonio de las grandes obras griegas, de sus autores y sus personajes ya míticos y psicológicos... El Partenón, cómo negarlo, es impresionante. Creo que está hecho de mármol y el color es muy blanco y uniforme. Las piedras tienen partes muy lisas, pero a ninguna le falta una muesca, ya sea de algún imprudente que la golpeó, de algún ambicioso que le sacó un pedazo, o de las mismas condiciones climáticas que tras miles de años las fueron erosionando. El piso, de una piedra oscura, estaba brillante y suave, como testigo inmóvil y mudo de tantos que han pasado-pisado su cara visible. Entre todas las columnas que soportan el techo, había unos fragmentos, probablemente rescatados después de los ataques que lo dejaron como está hoy –bastante destruido. Estos fragmentos muestran la compleja técnica de construcción de las columnas: cada uno tiene un hueco arriba y una prominencia abajo, gracias a los cuales encajaban unos con otros perfectamente. Eso además de, como estudiamos en la escuela, ese gran truco de hacer las columnas más anchas abajo que arriba para favorecer la estabilidad, pero tan bien logrado que parecen rectas sin serlo. Y la verdad es que uno lo ve ahí, tan venido abajo como consecuencia de que lo usaran como un arsenal, pero tan imponente, testigo de miles de años de cultura, de vida, y no sé qué debería pensar, qué debería inspirar estar ahí. Lo que sí sé es qué sentí yo. Por un momento, me sentí transportada a la antigüedad, y me imaginé cómo debía ser eso cuando estaba en todo su esplendor. Cómo debía ser la vida, qué lugar tenía cada uno, qué sentirían las personas que veían esas grandezas ahí, a su alcance, como algo cotidiano. Pero por otra parte, sentí pena. Mucha pena. Uno da una vuelta por el Partenón y no es el único monumento que puede apreciarse. Hay también unas columnas más allá, está el teatro, y bastante más lejos hay una edificación a grandes rasgos similar, pero creo que inaccesible. Lo cierto es que cuando uno da la vuelta y se aleja de la preciosa y ya famosísima fachada, ve que todo está incompleto, que sólo hay un caballo en el relieve de la cúpula, que en muchas partes todo está “atado con alambre”, y da pena. Pena de que su uso como arsenal lo mandara a la destrucción, pena porque con lo cara que sale la entrada (y por ahí pasan miles y miles de personas), la mala gestión de los fondos impida una restauración de una buena vez, pena de que lo hayan saqueado. Porque aquella sensación, esa emoción que sentí cuando por primera vez vi en el Museo Británico los relieves del Partenón, y la que sentí en el Louvre al ver la Victoria de Samotracia o la Venus de Milo, eran emociones que debían estar reservadas para Grecia. Para que en Grecia no tuviera que imaginar los tesoros del Louvre o del Museo Británico para darme cuenta de lo grande que es su legado cultural (que, de más está decir, con lo que queda en pie, alcanza y sobra para emocionarse hasta las lágrimas y la taquicardia). Todas las fotos que nos tomamos con el Partenón de fondo, que a uno le gustaría colgar, ampliar, mostrar a todo el mundo, por tanto sol están inmostrables. En todas salimos como chinos con fiebre, con los ojos chiquititos, abiertos apenas para no chocarse. Cansados de tanto sol, tanta luz y tanto calor, volvimos al metro.
Con un poco de timidez, en septiembre de 2004 le escribí una carta manuscrita a Tasos. Le conté un poco de cómo vinimos Javi y yo acá, que soy amiga de Gla y no mucho más. En esos (y también en estos) días de tanto correo electrónico y páginas web, mi buzón postal estaba habitualmente vacío o con cuentas a pagar. Grande fue mi sorpresa cuando un día, me encuentro un sobre a mi nombre con unas estampillas raras y un remitente en otro idioma. Entonces caí: tenía que ser “el amigo de Gladys”, que respondía a mi carta. Me había contestado de puño y letra, y en un muy buen castellano. Me contaba que estaba encantado de que una amiga de Gladys le escribiera, y que hacía poco que él y su familia se habían mudado de Atenas al norte del país, a una ciudad sobre el Egeo que se llama Kavala. No me acuerdo qué más me contaba, pero no me voy a fijar: era una carta de presentación y de bienvenida a conocernos.
Desde la segunda carta, yo ya opté por la computadora, que me resulta más fácil y me cansa menos las manos. Él, sin embargo, seguía mandándome cartas manuscritas, en un gesto que siempre sentí muy cálido.
Desde su segunda o tercera carta, comenzó a invitarnos a su casa. Lo primero fueron las Fiestas de 2004, luego Semana Santa del 2005, el verano y las fiestas del mismo año, luego febrero de este año (temporada baja de vuelos), Semana Santa de este año, el Mundial de fútbol (decía, para comentarlo con Javi)... Siempre le dijimos que no, principalmente porque veíamos los precios de vuelos y estaban por las nubes, y además porque no podíamos tomarnos días de vacaciones en los trabajos. Pero este año, más o menos en mayo, en el trabajo me dijeron que tenía que tomarme al menos algunos días de vacaciones de este contrato antes de que se terminara. Entonces, con tiempo, comencé a mirar precios. Habituada a vuelos carísimos, cuando vi unos a un precio muy razonable, le pregunté a Javi e hice la reserva. Le pregunté a Tasos y él me dijo “Cómpralos”. Vale, pensé yo... Y luego de solicitar en el banco un gasto con tarjeta de crédito superior al permitido, los compré. Me ilusioné mucho, porque iríamos 8 días a Grecia, guiados por un griego que habla castellano.
Justo venía papá y le encargué un mate bien argentino para Tasos y su familia, símbolo si los hay de la tradición y también de la amistad en Argentina. Para su mamá, le pedí algún detalle, ya que nos quedaríamos dos días en su casa de Atenas.
Mientras pasaban los días, Tasos y yo nos dimos cuenta de que era posible que Javi precisara visa de turista o alguna invitación formal para ir a Grecia. Escribí a la embajada de Grecia aquí y llamé a la que está en Argentina y en ninguna me hicieron mucho caso: como Javi está acá, de la de Argentina me remitían a la de acá, pero como es argentino, de acá me mandaban a la de Argentina. Finalmente, cansada de dar vueltas y no resolver nada, me di cuenta de visitar las páginas oficiales de Grecia. Así como la de Cancillería Argentina informaba qué países necesitaban permisos especiales para entrar por diferentes razones, pensé que el Ministerio de RREE de Grecia debía hacer lo mismo. Visité la página en inglés del Mrio. y efectivamente, informaba que para ir de turista, un argentino no necesita papeles especiales.
Los últimos días me devané los sesos pensando en regalitos para todos: si caía en los típicos y a veces inútiles souvenires o si elegía cosas más útiles e igualmente lindas. Opté por la segunda opción, y a la mamá de Tasos y a Vaso les llevé unos jabones aromáticos artesanales; a los nenes, crayones, lápices y témperas; y a él, por pedido expreso suyo, un diccionario en castellano de sinónimos.
El jueves a la noche, Tasos nos llamó, y me dijo que en el aeropuerto lo reconoceríamos por la foto. Yo le recordé que sólo nos había mandado fotos de sus nenes, así que me dijo que se pondría una remera con los colores de Venezuela, que seguramente nadie llevaría una remera así en Grecia. Yo pensé que en el peor de los casos, él sí nos podría reconocer a nosotros porque tenía una foto reciente.
El viernes terminamos con todo bastante tarde, y agotados. El sábado nos levantamos temprano, porque salíamos de la Terminal 4 y yo ya había visto con papá que se podía tardar bastante en llegar. Al final, llegamos tan temprano a la T4 que tuvimos tiempo para tomarnos un café (que yo acompañé con los últimos alfajores de chocolate que me quedaban de la visita de papá) y para que Javi enviara sus prácticos por mail a sus compañeros. Como siempre, no pudo faltar una visita a los comercios tax free, para perfumarme con las mejores marcas y ponerme crema con ricas fragancias y componentes naturales.
Hicimos el check-in y optamos por estar al lado de la salida de emergencia, creyendo que tendríamos más lugar y estaríamos al lado de la ventanilla, pero nos equivocamos. Nuestros asientos estaban del lado del pasillo y estábamos entre medio de dos ventanillas. Cuando nos parecía que veríamos algo, estirábamos el cuello y veíamos todo lo que podíamos, que igualmente era poco. Para almorzar, Javi había preparado unos sándwiches de jamón crudo y huevo, pero nos sirvieron un plato caliente y caímos en la tentación. Pensamos que luego podríamos comer nuestros sándwiches, que seguramente estaban buenísimos, y durante el vuelo no los atacamos. El viaje se hizo un poco largo, aburrido. Yo me sentía un poco tonta por no llevar ninguna guía de turismo de Grecia, ningún diccionario, ni una lista de palabras básicas en griego. Tampoco me había llevado un libro, sólo tenía la revista del avión y mi cuaderno de notas. Creo que dormimos un poco, estábamos muy cansados y nos esperaba un día agitado.
Cuando por fin llegamos, fuimos a recoger el equipaje y ahí nos dimos cuenta de que no entendíamos nada de lo que decía la gente en griego. Yo me hice de un plano de la ciudad, en inglés y griego, recogimos la valija y salimos. Miré un poco y enseguida lo reconocí a Tasos. Su remera decía Venezuela y tenía una mano en el bolsillo. Lo acompañaba otro señor, más corpulento. Nos presentamos, nos dimos los dos besos de costumbre y luego nos dijo que Yorgos era su hermano, que iría a buscar el coche y nosotros lo esperaríamos a la salida. Yorgos no hablaba castellano, así que yo le hice algunas preguntas de etiqueta en inglés y el resto de las cosas, las traducía Tasos.
Luego de unos 20 minutos de viaje, llegamos a la casa de la mamá de Tasos y Yorgos. Tuve la sensación de que en vez de llegar a una casa de Atenas, llegaba a un barrio de pueblo. Esa y todas las que la rodeaban eran casas de dos plantas: un piso era propiedad de una persona y el otro, de otra. Ambos dueños compartían el patio delantero, que era de paso obligatorio para todos los habitantes del inmueble. Tasos nos precedió al entrar, y su mamá salió a recibirnos con una amplia sonrisa de bienvenida. Nos instalaron en un dormitorio con cama matrimonial, con vista al patio de adelante. No tuvimos necesidad de recorrer la casa para saber que nos estaban dando un lugar privilegiado. Nos ofrecieron “frapé” –café frío batido- y aceptamos. En cuanto nos sentamos a la mesa con la mamá de Tasos y Yorgos y ellos dos para tomar el frapé, nos dimos cuenta de que era imprescindible saber algunas palabras básicas: “hola”, “chau”, “por favor”, “gracias”... Así que Javi sacó su cuadernito y su boli y empezó a anotar. Como buen ingeniero, siguió cierta lógica: comenzó por el abecedario y la pronunciación de las letras y luego llegó a las palabras. En seguida nos percatamos de que para una lectura rápida tendríamos algunos problemas: lo que en castellano es H, en griego es i; la n también es i; la p es r; la v es n. Luego, por supuesto, las diferentes pronunciaciones y la cuestión básica de que es otro idioma. Además de las letras, hay que saber los “diptongos” porque de la combinación de dos letras que por separado tienen dos sonidos diferentes, surge uno solo. Ahora no me los acuerdo, pero es como si la a y la e –ae-, en lugar de sonar ae sonara i.
Luego de tomar el frapé y de aprender algo de griego básico, el tío de Tasos (que vive en la casa que está arriba de la casa de la mamá de Tasos) nos llevó en coche hasta la estación de metro más cercana. De ahí fuimos a “Syntagma”, donde está el Parlamento. En esa estación, así como en otras que luego veríamos, tienen unas vitrinas que exponen los restos arqueológicos que encontraron en ese lugar cuando excavaron para hacer el sistema de metro. Como ya sabíamos algunas letras, intentamos leer, y cuando estábamos subiendo, nos sorprendimos al ver que para indicar la salida, la palabra era “éxodos”, que como ya sabemos, en castellano indica cierta salida... Cuando nos dimos cuenta de eso, empezamos a pensar en todas las palabras que vienen del griego y que usamos con tanta asiduidad; y ese fue un ejercicio que seguimos haciendo durante toda nuestra estadía en Grecia.
El Parlamento estaba bien. Me llamó la atención por grande y distinto pero no tanto por bello. Su fachada, salvo las columnas, es demasiado lisa, y eso me chocó un poco. Los dos guardias de la puerta llevaban uniforme en tonos claros y un arma, y durante todo el tiempo que los estuvimos mirando permanecieron totalmente inmóviles e impasibles. Toda la gente se sacaba fotos a su lado, como en Inglaterra, y ellos ni se inmutaban. Nosotros fuimos originales: ni nos sacamos fotos con los guardias ni nos quedamos a ver cómo era el cambio. A Tasos, el cambio de guardia no le resultaba especialmente atractivo y Javi y yo estábamos ávidos de conocer maravillas. Hacía mucho calor y aunque 15 minutos no era demasiado tiempo para esperar a que los guardias cambiaran de turno, la plaza de enfrente no era especialmente atractiva y preferimos seguir caminando. Cruzamos el Jardín Nacional, pasamos por el Centro de Exhibiciones y Congresos Zapion (donde se hizo el acto en el que Grecia se sumó a la Comunidad Europea, por ejemplo), y llegamos al Estadio Panathinaikon. Ese es el estadio olímpico en el que se hicieron los primeros juegos de la modernidad, en el siglo XIX. Verlo fue hermoso: es uno de los símbolos de la cultura griega, y aunque no es una obra arquitectónica de la Antigüedad, es tan representativo que es como si lo fuera. Es de mármol blanquecino, y altísimo. Sólo lo miramos y sacamos unas fotos, pero con esa emoción que da ver algo único. Ya sé que todo es único, que ese estadio es tan valioso como cualquier otro edificio de la misma época en otro lugar. La diferencia es que cuando vi ese estadio olímpico en Atenas supe que era parte de un conjunto de maravillas que deseaba conocer desde que en primer año de la secundaria, en Historia, conocí la cultura griega. Despacito, con menos prisa que cuando dejamos el Parlamento, caminamos de nuevo a través del parque, esta vez hacia el Templo de Zeus y la Puerta de Adriano. De lo que era el templo, quedan ahora unas piedras en la tierra, como formando un suelo, y unas cuantas columnas altísimas. ¿Qué modelo? La verdad es que no lo sé. Lo cierto es que uno llega a esa parte del parque, y de pronto se encuentra con esas ruinas, que tienen más de mil años de antigüedad, no puede menos que quedarse boquiabierto. Ya estaba anocheciendo, había luna nueva y se veían las primeras estrellas entre las columnas. Era bellísimo. Nos quedamos un rato mirando, disfrutando del momento, sacando fotos, y luego seguimos caminando. Nos acercamos a la vereda más cercana y cruzamos la avenida por cualquier lado. ¿Por qué no esperamos al semáforo, o fuimos a una esquina con cruce peatonal? Porque así andaba Tasos, tan tranquilo y travieso. Creo que en todo el tiempo que estuvimos con él en la calle, si cruzó un semáforo en verde alguna vez, fue por error. Luego de cruzar, nos metimos por una callecita muy estrecha pero llena de negocios abiertos que vendían souvenires, de todo tamaño y precio. Por sacarse el gusto, Javi le pidió a Tasos que preguntara cuánto salía una armadura. ¿Quieren saber? Entre 700 y 7000 euros. Y la más grande sólo medía medio metro... Así fue que Javi se sacó la idea de venirse con algo de ese estilo en la mochila de vuelta. Mientras pasábamos por las callecitas, parecíamos “atrapados en azul”, de tantas artesanías que había del color de la bandera. Tasos nos advirtió que no compráramos ahí, porque era muy caro. Así que curioseamos pero nada más. Caminando, caminando, llegamos... al Partenón. Ya era noche cerrada, con una tímida luna nueva y muchas estrellas... y era maravilloso. No pudimos sacar fotos porque todas salían mal, hubiéramos necesitado un trípode o flash adicional y no teníamos. Igual, ya no me arrepiento de quedarme sin algunas fotos, primero porque para eso están las postales y los libros de arte o arquitectura y además, porque esos recuerdos... no hay quien los quite. Caminábamos por la calle que rodea al Partenón mientras charlábamos con Tasos sobre cómo lo bombardearon, nos contaba del músico que él admira tanto por su ideología y que vive “en esa casa blanca” que estaba por ahí, dimos la vuelta, escuchamos un señor tocando ¿QUÉ INSTRUMENTO?, seguimos caminando mientras veíamos el Partenón desde distintos ángulos (aunque Tasos nos indicó cuál era el más adecuado, aquel desde el que lo veríamos más grande), hasta que llegamos de nuevo al lugar desde donde habíamos salido: el templo de Zeus. Volvimos a la casa de la mamá de Tasos, pedimos suvlakis para cenar, y nos fuimos a dormir. Qué día más glorioso.
Por eso hace tanto que no escribo. Se me van los días casi sin que me de cuenta. Entre una lectura, un viaje, la pileta... se me fue el verano. Es cierto que lo disfruté al máximo, que aproveché los días hasta que se hacía de noche, pero por vivir, a veces me quedo sin tiempo para pensar y escribir sobre lo que vivo.
Estuvimos en Grecia, en Atenas y Kavala, y la verdad es que fue un viaje muy especial. Con un poco de dedicación, semana a semana va creciendo el cuento, que de a poco iré colgando aquí, con alguna foto.
Ahora estoy de vuelta en el trabajo, en la jornada completa (de 9 a 19, salvo el almuerzo), en el otoño, que vino de repente, y de vuelta también a un poco de recogimiento interior. A ver qué sale.
Tarde, ¿verdad? Pero bueno, todos los días aprendo algo... o al menos, lo intento.
Es precioso, no creen? Es el baño romano en Bath, una ciudad inglesa. Me encanta. Y me recuerda a mi primer viaje, cuando fuimos Nati y yo, con mi primo Marc y su esposa Liz. Hermosos recuerdos.
El próximo viernes volvemos a Argentina. Por un mes, pero volvemos. Durante más o menos un año, no pensé en volver. No estaba en los planes y no lo deseaba demasiado. Extrañar... sí, claro que extrañaba, como siempre, esas pequeñas rutinas que hacen a la vida cotidiana en ciertos lugares: los mates con mami a la mañana, ir a lo de papi y salir a caminar al parque o verlo leer el Página/12, que Tomi se vaya a jugar al básquet o Adri esté en la compu, ir a lo de Eliana o María, los mates con ellas; ver los lapachos en flor, pasar por lo de Ceci o Vivi, los cumpleaños en Chile 559 en Tucumán; andar como loca en Buenos Aires (siempre corta de tiempo), las comidas en lo del Mono, siempre llenas de charlas, las visitas eternas a lo de Eugenia; charlar con Malú en la cocina mientras amasa ravioles... Hasta que tomamos la decisión. Fue un antes y un después. Desde entonces hace casi dos meses-, estoy cada vez más ansiosa. Tengo muchas ganas de ver a todos (familia, amigos, conocidos), ganas de andar en el pueblo, de que lejos sean 10 cuadras, de que no exista la posibilidad del metro ni el autobús, de escuchar Jaf o Serú o en la radio, que coger y concha sean malas palabras, que el che y el mate sean habitué, que si hacemos asado no tengamos que buscar por todos lados carne buena ni corramos el riesgo de que los vecinos llamen a la policía por miedo a un incendio (¡en serio!), de tener un patio de 30 x 10. ¡¡¡Incluso tengo ganas de escuchar cuarteto!!! Algo así como Vení Raquel o Qué tendrá el petiso. Ir a ver la Luna. Y mirar todo con otros ojos. Mirarlo todo como miro Madrid: con ojos de fotógrafa. Sacarle el jugo a todo, a cada rincón, a cada paisaje, a cada ruina, a cada persona, a todas las costumbres. A mi Argentina. A eso, a esas personas, esas historias, esos lugares que para mí son tan míos. Y reconocerlo: volver a mirarlo, redescubrirlo. No es que de pronto, en un año y pico, vaya a ser todo precioso. No es que ya no tenga defectos, que sea el paraíso. Es que como decía Dante, el profe de foto, no hay personas fotogénicas (y en mis palabras: hasta lo más feo, bien mirado, es lindo). Y bailar sin que me importe que me miren. Bailar, cantar, caminar, vestir, disfrutar de todo sin pensar en el qué dirán. Mezclar las cosas del pueblo con las de la gran ciudad. Eso es genial.
La verdad es que, salvo porque el próximo lunes tenemos cita en el juzgado, el choque ya es historia. Supongo que iremos Javi, yo y El impresentable, declararemos y caso cerrado. No me importa si ocurre así, ya que lo único que queríamos nosotros era sentar precedente, y aunque el caso se termine, habrá quedado constancia de su mala actuación. Yo vuelvo a esto porque tenemos que ir al juzgado, pero en realidad ya forma parte de la colección de las anécdotas divertidas, de esas cosas únicas que nos pasan en la vida. De todas formas, pasemos a temas más agradables. El fin de semana del puente, que duró 4 días, aunque teníamos planes para ir a Barcelona, no pudimos ni asomar la nariz. Javi, porque estaba preparando un paper; yo porque tenía una sinusitis tremenda que me impedía estar al sol, so pena de un fuerte dolor de cabeza. Así que yo leí (Virginia Wolf), hice dulce de leche, fui de compras... Sólo un día, y sólo un rato, salimos al Parque del Oeste a caminar y charlar. Y también vimos una película, El Mito de Bourne. Lo cierto es que luego de que Javi se pasara la semana ocupado en ese paper, creímos que era justo viajar el siguiente fin de semana a algún lugar para descansar y desenchufarnos de todo. Un poco por azar, otro porque yo había escuchado que era lindo, fuimos a Denia, una ciudad en la costa este de España. Viajamos en autobús el viernes a la noche y llegamos a Denia poco antes de las 7 de la mañana, después de un sueño interrumpido por las luces de las autopistas y los incómodos asientos. El día que comenzaba prometía sol y calor, la ciudad parecía bonita y nos sentimos muy a gusto con la elección. Si bien no tengo idea de los datos demográficos del lugar, parecía ser una ciudad económicamente próspera: muchas inmobiliarias, casas de marcas conocidas (tanto de ropa como de tecnología), bares llenos, varios restaurantes con los menús en distintos idiomas, muchos veleros en la costa, autos cero km. en todas las calles, un gran supermercado... todo muy lindo y lujoso. Desayunamos en un bar que mucho no nos gustó, pero no teníamos mucha posibilidad de elección porque era demasiado temprano. Luego dimos unas cuantas vueltas por la ciudad, tratando de encontrar la oficina de turismo, cosa que según la señalización, nos resultó casi imposible. Pero la encontramos. Una vez ahí, como todavía estaba cerrada, hicimos uso de una pantalla informativa, de estas que se activan con el calor de los dedos. Así ubicamos el hostal, y gracias a que preguntamos (estábamos bien ubicados pero nos faltaba el toque final), llegamos. Tal como temíamos, nos confirmaron que no podíamos entrar hasta el mediodía, así que dimos media vuelta y volvimos a la playa. Todavía estábamos con la ropa del viaje, y como debajo teníamos la ropa interior (y no los bañadores), con la ayuda de la lona nos las ingeniamos para cambiarnos. Todo un éxito. La playa estaba casi desierta. Caminamos mucho, buscando un lugar que nos gustara, lejos de todo signo de grandes reuniones, como eran un chiringuito, un juego para niños y tres canchas de voley. Yo también buscaba alguna aliada en cuanto al topless se refiere, pero luego de caminar bastante, cuando no la encontré, sin ningún problema revoleé el corpiño y listo... El sol estaba espléndido; la arena era fina y suave; y el mar... el mar, claro, frío, calmo, no muy salado, sin yodo, poco profundo, y grandioso, inmenso, transmitía una paz increíble. Salvo algún lejano motor de auto, no se oía ningún ruido más que el suave choque de las olitas contra la playa, algunas mujeres hablando en cualquier idioma (inglés, valenciano, francés, alemán o castellano), niños jugando o el repicar de las pelotitas contra las paletas. Pero eran ruidos típicos de la distensión, de estar de vacaciones, relajados, y por eso nada era molesto. A pesar de que el agua estaba fría, nos metimos al mar y nos sentimos encantados de estar ahí. Luego volvimos a la arena y nos quedamos relajados, hasta el mediodía, cuando decidimos volver al hostal para instalarnos. Dejamos las mochilas, reorganizamos el equipo para la playa, almorzamos una ensalada de atún, choclo y arvejas y volvimos a la playa. De camino, compramos El Mundo, y al llegar a la arena, nos acostamos, Javi tratando de no llenarse de arena, sacudiéndose de tanto en tanto y yo, en plena arena, sin que me importara llenarme de arena. Volvimos a meternos en el agua, que estaba preciosa, y en eso, el comentario de Javi: Juli, estoy hecho un pato... que me hizo reír todo el fin de semana. Yo no podía dejar de cantar Mediterráneo, y Javi la resignificó diciendo: Y qué le voy a hacer, si yo nací en Pehuajó... la verdad es que esas dos frases fueron de lo más simpáticas y me hicieron reír mucho. Al atardecer, dimos la vuelta, nos duchamos y fuimos al súper, para comprar algo para merendar y provisiones para el día siguiente: agua, un jugo y unos pancitos dulces con chips de chocolate. Luego salimos a cenar. Javi tenía ganas de comer pulpo a la gallega, y por eso no nos habíamos preocupado en tener nuestra vianda para las comidas, así que fuimos a por el pulpo. Primero nos sentamos en un lugar que parecía un restaurante familiar, y que fuera tenía un cartel que prometía pulpo a la gallega. Nos sentamos, Javi preguntó por el bicho y le dijeron que no tenían, así que, aunque nos habían puesto el pan y los cubiertos, nos fuimos. Decidimos sentarnos en un lugar un poco más fino, que sí tenía pulpo. Comimos eso, un plato con pescados ahumados y paella. A mí, el pulpo no me gustó, y para cuando llegó la paella estaba bastante llena, así que no comí demasiado. Pero fue una linda comida, en suma. Además, estábamos de buen humor. Caímos rendidos en la cama, agotados después de un día largísimo, en el que habíamos caminado, nadado y tomado sol. A la mañana siguiente nos despertamos y todo en nosotros acusaba el cansancio del día anterior, pero nos lo tomamos con calma. Bajamos a desayunar, y tomamos un rico café con leche, zumo y tostadas con manteca y mermelada. Luego subimos para volver a organizar nuestro nunca breve equipaje y a eso de las 11 y media nos fuimos a la playa, con todo a cuestas. No pensábamos almorzar, ya que habíamos desayunado bastante tarde y teníamos como para una rica merienda, pero luego, como el sol estaba muy fuerte y además había carrera de Fórmula 1, decidimos ir a un bar a tomar algo, y finalmente comimos una pizzeta y una gaseosa cada uno. Estuvimos en la playa hasta la tardecita, pero sin meternos en el mar porque ya habíamos dejado el hostal. Lo pasamos bien, pero el sol estaba bastante fuerte y el día se estaba haciendo largo. Además, ya acusábamos la reunión del cansancio con el desenchufe, y estábamos exhaustos. Y nos esperaba otra noche de viaje... Al final se nos pasó la tarde dando vueltas en la ciudad, mirando la gente, buscando un lindo lugar para cenar algo sencillo, hasta que Javi se comió un kebap y yo nada, porque no tenía mucho hambre. Luego hubo unos fuegos artificiales, con motivo del día del santo de los marineros, los miramos y nos fuimos a la estación a tomar el colectivo de vuelta a Madrid. Fue un fin de semana hermoso, y sirvió para demostrar que podemos ir a un lindo lugar por dos días y pasarlo de maravillas.
Sí, se me mezcló todo. Y me alegra tener estas mezclas dentro mío, me gustan. Fuimos a Inglaterra con Javi, y hablamos en inglés, tomamos té, vimos todo lo que hay que ver. Pero también tomamos mates y a la vuelta, con un otoño lluevioso en Madrid, dediqué una tarde a hacer dulce de leche, que está delicioso. Qué loco...
Nos quedamos en Bracknell, para hacer un par de cosas sin importancia: fuimos a la biblioteca y a algunos negocios. Entre las cosas que debíamos hacer estaba conseguir alguna forma de que yo volviera a Madrid. La verdad es que no lo pasamos muy bien: yo estaba nerviosa, mami mal porque había perdido un día de turismo y Nati porque no habíamos logrado resolver mi tema. Por eso decidimos que al día siguiente iríamos a Londres. Otra cosa que ese día nos mantuvo medio pasivas fue que teníamos que ir a la casa de Anita a cenar, pero a la hora tradicional de la cena en Inglaterra: no más tarde de las 7. así que tuvimos que cortar todo y tomarnos el tren a Wokingham. Ahí lo pasamos muy bien, ya que ella es muy especial. También estaba Jason, a quien encontré muy bien física y emocionalmente, así que fue una linda velada. Anita nos dejó ver la casa, y nos sorprendimos de lo linda que tiene la habitación de Michael, llena de juguetes, libros de cuentos y elementos didácticos (como un ábaco). Comimos pizza y ensalada, otra vez, pero estuvo muy bien. La idea era vernos.
El plan para este día fue ir a Reading, una ciudad grande que está muy cerca de Bracknell, a almorzar a Pizza Hut. Era una invitación de Nati. Y la idea estuvo muy buena, porque como era día de semana, había una promoción que era Eat as much as you want, o sea tenedor libre de pasta, pizza y ensalada. Y gaseosa recargable. Todo por unas 5 libras cada una, más o menos. Y la verdad es que comimos hasta reventar y todo estuvo muy rico. Después hicimos un par de compritas, ya que las rebajas estaban muy buenas: yo me compré una campera con capucha por 8 libras, y unas bombachas al mismo precio que en Argentina. Reading o los lugares de ahí que nosotras visitamos- es una ciudad de shopping, ocio y gasto. Mark & Spencer, el Oracle, el río y muchas confiterías son el centro de todo. Nosotras fuimos al Mark & Spencer, a comer (de todo, como si fuera la última vez) y al Oracle. Nos tomamos nuestro tiempo para todo y la verdad es disfruté el día. A la tardecita tomamos mates al lado del río y los pubs y volvimos a Bracknell. De la estación a lo de Nati, ella y yo nos reímos mucho viéndola a mami lidiando con los cambios de la bici.
Volvimos a ir a Londres. Yo iba con el propósito de comprar el pasaje de vuelta a Madrid, en colectivo. Las encontraría a Nati y a mamá en el Museo Británico. En la estación de coach me encontré con que había dos opciones de viaje a Madrid, una a 80 y la otra a 92 libras. Estaba segura de querer la más económica, hasta que me dijeron que hacía una escala en París de 7 horas. Entonces me decidí por la más cara, para viajar el viernes a la mañana y llegar un día después. Cuando estaba segura de querer eso, no tenía más lugar. Y bueno, compré un pasaje con el siguiente itinerario: comenzaba el viernes a las 22, llegaba a París el sábado a las 7 de la mañana y volvía a salir a las 14. A Madrid llegaría el domingo a la mañana. Lo bueno no era tanto viaje sino que podía viajar. Les mandé un teletexto a mami y Nati y me fui a almorzar al parque que está al lado de Buckingham Palace. Después llegué al Museo Británico y cuando me estaba preguntando cómo las encontraría a Nati y a mamá, la escuché a Na que decía Mirá quién está ahí. Llegué justo para una visita guiada que estuvo muy interesante. Lo que más recuerdo es una joya para el cabello cuyas piedras se mueven cuando se mueve la persona que la lleva puesta. Y también unos cofres de mármol o marfil. Después, fuimos a la National Gallery, donde vimos hermosas pinturas de Rembrandt (hay un cuadro suyo sobre el cual escuchamos a un guía. Parece que lo pintó para su propio placer, y que tiene la curiosidad de estar pintado sobre un rompecabezas de madera, como si no le importara. Además, es interesante que se puede descubrir que la hora de la pintura es la mañana; y el tamaño gigante de los animales que están más cerca de uno se debe a que es la manera más sencilla de hacerlos ver), Rafael, Claude (buenísimos los cuadros de los cuatro elementos), Constable, Monet, Renoir, Van Gogh, Degas entre otros. Hay también un cuadro que ahora ni recuerdo de quién es, y que tiene una cara difusa de Jesús, confundida entre las nubes. Y para recordarlo para una próxima vez, en la túnica de una de las personas pintadas, se notan las distintas pinceladas. Una belleza. Y volvimos. Fue demasiado.
También nos tomamos el día con tranquilidad, pero en este caso estaba justificado porque al día siguiente Nati, mamá y yo íbamos a Londres: yo para viajar y ellas a pasear. Y además, el día anterior había sido un día agitado, y Nati tenía que hacer la valija para que yo la pudiera traer. A la tarde, nos visitaron Anita y Michael, y fue muy lindo volver a verlos. El pobre baby estaba dormidito y cuando se despertó andaba de mal humor, pero fue comprensible y natural. Pobre Anita se puso medio nerviosa, pero ¿qué le iba a hacer? Cuando Anita se fue, nosotras la visitamos a Carmen. A mí me cayó muy bien y charlamos un montón.
A la mañana las acompañé a mami y Nati a la estación de trenes, ya que yo me quedaría en el centro a ver el mail y a hacer un par de compras para el viaje. El par de compras, finalmente fue muy simpático: una lata de choclo, muchos tomates, muchas zanahorias, dos cajas de jugos y chocolates. Después, me di unas buenas vueltas por los negocios y volví a la casa de Nati. Organicé la valija y la comida y después me fui a dar unas vueltas en bici, con el equipito de música de Nati a cuestas. Después me fui a Londres, y en Waterloo las encontré a mami y Nati. Nos tomamos un taxi a la estación de coach y nos despedimos. El viaje en el primer micro no fue muy cómodo: estaba lleno, yo tenía la gran mochila y la bolsa de la comida conmigo y la gente hablaba y reía en distintos idiomas y a los gritos, como si fuese de día. Estaba muy cansada pero no me quería perder nada. De forma que me miré todo Londres de noche. Después llegó la ruta, pero pronto llegamos a Dover y nos tuvimos que bajar. Teníamos que esperar hasta la una y media, cuando podríamos subir al ferry. Ahí, en el puerto, me impresionó toda la gente que había, con casas rodantes o autos y también la forma en que convivían la naturaleza y el hombre: al lado del puerto había lo que parecía ser un acantilado, y por todas partes revoloteaban unas aves blancas, muy grandes. Y cuando subimos al ferry, yo no me quería perder detalle. Hubiera querido estar en algún lugar al aire libre, pero no se podía salir, así que en lugar de dormir, como hizo mucha gente, yo me ubiqué al lado de una ventana y me dediqué a ver la estela que dejaba el ferry en el agua del canal. Con esto, claro, perdí un buen rato de sueño. Pero valió la vela...
Por suerte, en París había una hora más que en Inglaterra, así que no tenía que esperar 7 horas sino 6. Dejé una valija y la mochila en un locker y me fui a algún lugar que fuera más lindo que la terminal. Lo que más cerca me quedaba era la Catedral de Notre Dame, y hacia allí fui. Me quedé leyendo, escribiendo un poco, desayuné... y miré la catedral como si fuera algo familiar. No entré, sencillamente me senté de frente a la fachada y la miré como quien mira una nube, como sucede cuando uno supera el primer momento de exaltación. Fue una experiencia fantástica ver esa maravilla sin toda la carga de la primera vez. Y la gente pasaba, pasaba, y yo quedaba... hasta que me tuve que ir a tomar el micro. Ese micro, el segundo, fue mucho mejor que el primero, no sólo porque estaba medio vacío sino porque era más espacioso. Además, veíamos el paisaje, no tenía nadie al lado mío, cada tanto parábamos y nos pasaron una película. Estuvo bien. Vi tantos autos con bicicletas atrás que pensé que tal vez sería una buena idea para traerme la bici de Nati, si es que todavía piensa regalármela. Estoy sola en París, sentada frente a la Catedral de Notre Dame, con mucha gente a mi alrededor, pero sola. Tanta gente me aturde, en especial porque acentúa mi soledad: aquí no le importo a nadie y a la mayoría no puedo entenderla. De pronto, tomar una foto se convierte en un intercambio humano, pero en extremo estandarizado. Quiero decir: si hubiera una máquina a la que uno puede pedirle que saque esa foto, sería lo mismo. Aún así, es hermoso estar acá, la majestuosidad de Notre Dame se impone y me relaja. Estoy tan cansada... tengo todas las necesidades a flor de piel. Ya estoy viajando rumbo a Madrid, y la verdad es que el micro es mucho más cómodo que el que me llevó de Londres a París. Más allá de esto, se me ocurren algunas reflexiones. La primera es que yo había pensado que iba a pasármela escribiendo y no es así, ya son casi las seis y estas, las primeras líneas que garabateo. Y me gusta escribir, me hace bien y sin embargo, no me dedico lo que debería (según mis propias pautas) sino lo que me viene en ganas. Y me viene a la mente pensar cuándo encontraré un momento como este, para parar un poco y hacer algo, si se quiere, casi innecesario pero siempre, de golpe, imprescindible. También me puse a pensar Epa, estoy disfrutando de este viaje y unos segundos más tarde me planteé que en verdad, yo disfruto de todo lo que hago, y supongo que también sucede lo contrario: hago cosas que me gustan. Y me critico, pensando que soy una hedonista, que vivo sólo para estar bien, y más allá de que cuando lo escribo me parece fantástico, también me doy cuenta de que ahora, más allá de que tenga ganas, necesito trabajar. Viajar por las carreteras tiene su magia. Uno mira mucha gente, se ven todos los paisajes y creo que se percibe más humanidad que en los aviones. Y sobre todo, uno ve este mundo y sus maravillas. Sé que suena cursi, pero es así. Ver las villas, los sembrados, los ríos y encontrar que todo es en algún sentido distinto de lo que uno conoce, es hermoso. Dos detalles: el paisaje es más agreste que en Irlanda e Inglaterra, y en las rutas no hay publicidades. Por otra parte, hay que ver la cantidad de gente que viaja en estas rutas. Todos parecen estar de vacaciones: viajan con mucho equipaje y con las bicis atadas a los autos. Esto me hizo pensar que teniendo en cuenta, voy a ver si podemos manejarnos así con Javi acá en Europa: Nati comentaba que alquilar autos no es tan caro y ahora se me ocurre que puede ser una buena opción para pasear y traerme su bici cuando ella se vuelva a Argentina. Y una buena excusa para tener carnet de conductor. Paramos para cenar, cosa que por supuesto no hice, en Niort. Por fin tengo un mapa y una idea de dónde estoy.
Viajamos a Inglaterra. Como ya habíamos aprendido la lección, estuvimos a horario en el aeropuerto. Todo estuvo bien en el vuelo, y en Gatwick tomamos un tren hasta Bracknell, donde vive Nati. Y pagamos dos pasajes de tren y viajamos las tres. Bien. Después nos tomamos un bus hasta el barrio de Nati y ahí dijimos "Home sweet home". Nos instalamos y después, Nati y yo fuimos al súper.
El domingo viajamos a Dublin. Sin embargo, antes de irnos de Longford visitamos la iglesia que se construyó en el mismo sitio donde estuvo aquella en la que bautizaron a Bernard (el abuelo de mi abuela Elena, y de mi madrina Lita; y hermano del abuelo de John). La verdad es que está bueno saber que ahí, en ese mismo sitio bautizaron a mi tatarabuelo, pero si el lugar ya no existe, pierde bastante gracia. La visita fue breve porque empezaba la misa y no teníamos planes de quedarnos. De ahí, rumbeamos a Dublin. Hicimos una parada en el castillo de Maynooth, que fue más interesante que el de Athlone porque tuvimos una guía que nos explicó cómo vivía la gente, y por qué las paredes eran taaaan anchas, nos enseñó un escondite de los guardias para sorprender a los intrusos, y nos hizo ver que el escudo del castillo tenía un mono. Después visitamos la universidad en la que estudió Martin, que antiguamente era sólo para que los varones estudiasen para curas, y ahora tiene muchas más opciones. Y paseamos por el parque, que por cierto es muy lindo y muy verde. Y finalmente nos llevó al B&B que nos había reservado, y nos despedimos. Para esto era ya la tarde, y temerosas de que los supermercados cerraran, averiguamos a qué hora cerraban, fuimos un rato a Internet y después volvimos al hábito de hacer compras para la cena. Fue cómica la cara del señor del B&B cuando nos vio entrar con las zanahorias y las bananas...
A la mañana siguiente nos despertamos bastante temprano, tomamos un buen desayuno inglés y salimos de paseo. Mami y Nati querían ir a la St. Christ Church y tomamos, sin querer, el camino equivocado. Cuando mami le preguntó a un joven dónde quedaba la iglesia, él no pudo explicarnos claramente y entonces, en lugar de decir "Miren, no sé", dejó lo que estaba por hacer (después nos dimos cuenta de que seguramente iba a desayunar) y nos acompañó hasta que estábamos encaminadas. Lo cómico fue que este chico tenía en sus manos una cajita de media docena de huevos, y traía otras cosas, así que le ofrecimos guardarle los huevos en nuestra mochila. En la St. Christ Church, para nuestro asombro, cobraban una entrada bastante salada, así que preguntamos si podíamos entrar a orar un ratito y como nos dijeron que sí, entramos a sentarnos tranquilamente un momento. Después nos encaminamos hacia St. Patrick's Church. Ahí también cobraban bastante para entrar, así que hicimos la misma pregunta y nos mandaron a un lugar muy apartado, como si estuviésemos en penitencia, así que mami, Nati y yo nos tomamos de las manos y rezamos un Padrenuestro. Nos quedamos un rato en paz y nos fuimos a tomar unos mates en los jardines de esta misma iglesia, que eran hermosos. Ahí nos sacamos una foto entre nosotras y cuando le pedimos a una señora que nos tomara una foto a las tres, le pasó el fardo a un chico, que después de sacarnos la foto, nos pidió de sacarse él una foto con nosotras. Así que se ubicó muy tranquilo, le pasó el brazo a mami por la espalda y sonriente, se quedó con nuestra imagen. La gente nos resultó muy agradable en Irlanda, por cierto. De ahí nos fuimos al Trinity College. La idea era entrar, a todos lados, pero como en las iglesias, la entrada valía más de lo que queríamos pagar, así que nos contentamos con verlo de afuera. Después nos fuimos a tomar unos mates al lado del río Liffey. Hay que ver la cara que los irlandeses (incluso los más jóvenes) ponían mientras nos veían en el ritual del mate. Lo peor es que nadie se anima a preguntar, y así se quedan con el prejuicio. Después, caminamos por una peatonal hasta el St. Stephen´s Green, un parque muy lindo. Cuando cruzábamos el río, vi una de las placas que hace referencia a la novela de James Joyce, Ulises, que transcurre en Dublín. Tal como papi me lo había sugerido, tenía ganas de hacer el tour del personaje de Ulises, pero después pensé que primero sería más interesante leer el libro y saber de qué se trata. Además, tengo la certeza de que volveré a Irlanda. Y del parque fuimos al súper.
Esta mañana quedamos en una hora un poco más razonable para desayunar y también para que Martín nos buscara. Ya estábamos descansadas de todo el trajín del viaje y dormíamos muy bien. Fuimos a la St. Mel's Cathedral. Ahora estoy un poco confundida, aunque intenté refrescar mi memoria con los folletos. Tal vez tenga que volver para estar segura... Ya me doy cuenta. La St. Mel´s Cathedral está en medio de la ciudad. La otra estaba en las afueras, en un pueblito llamado Ardagh, cuyo centro comercial más cercano es Longford, que es donde está la St. Mel´s Cathedral. Y como se supone que las ruinas datan del año 900 de esta era, Ardagh es un "Heritage Town": un pueblito histórico. Bien. Comparto mis deslices al escribir, a veces es lindo ver cómo un proceso se convierte en producto. Para mí es interesante. Después fuimos a la casa de Martin, a conocer a sus padres, que se llaman Patricia y Thomas. Muy agradables, pero hablan un inglés medio atravesado, como quien tiene una papa en la boca... y realmente me costó un poco entenderlos. Nos convidaron con té y budines. Cálidos. Sacamos unas fotos y nos fuimos a Athlone, a conocer la ciudad y su castillo. Es un lindo lugar, que está en medio del país, y tiene el río Shannon en el medio. Todo en el medio. El castillo, a Nati y a mí no nos gustó mucho, porque era en realidad un museo de objetos, no de la vida que llevaba la gente que vivía ahí. Pero siempre es lindo conocer una nueva ciudad, sobre todo si tiene un río cerca. Y cuando salimos del castillo, al costado del río nos sentamos los cuatro a tomar mates y a comer las galletitas "digestive", que me encantan y ahora no puedo conseguirlas. Son integrales pero dulces. Digo que los cuatro tomamos mates porque le convidamos a Martin, quien tomó sin poner cara de asco y dijo que era un sabor al que hay que acostumbrarse (no recuerdo la expresión en inglés, que estaba muy buena por lo simple y explicativa) pero que no le disgustaba. Le explicamos todos los detalles: el mate lavado, el que tiene cascaritas o hierbas distintas o café, el sentido de dar el primer mate a una persona, cuándo se dice "gracias". Una buena lección de costumbres argentinas. Hicimos una pequeña parada en el B&B y después fuimos a cenar otra vez a lo de John y Kay. Nos recibieron tan bien como el día anterior, y nos convidaron con peceto y verduras. De postre había apple pie y té, por supuesto. Sacamos muchas fotos y mostramos otras tantas. Estábamos ahí sentados, tranquilos, cuando yo me di cuenta de que Kay se parece mucho a mi abuela Elena: tiene los mismos gestos, las mismas expresiones en la cara, las mismas actitudes ante el esposo. Me sorprendí sobremanera porque ellas dos no tienen ninguna relación sanguínea, ni siquiera lejana, que justifique tal parecido. Sólo se puede explicar por compartir el origen. Pero es algo asombroso e inexplicable, porque tendrían que haber conocido a Elena y a Kay. Cómo decirles lo tristes que nos pusimos todos a la hora de despedirnos. Yo me emocioné mucho, porque fue un viaje lleno de ángeles, de emociones, de encuentros. Fue descubrir que lejos de Argentina, los descendientes de aquellos que se quedaron, efectivamente tienen una conexión con nosotros, que ese vínculo no es ficticio porque tendrían que ver qué parecido tienen mi madrina (hermana de Elena) y John. También se puede pensar que esto parece medio inventado, pero no: mi tía y John tienen las mismas facciones, y es increíble. Y sí, lloramos, mami y yo... y yo la consolaba. Ahora mismo se me hace un nudo en la garganta, y lagrimeo. Es que fue algo muy emocionante.
A la mañana anduvimos por el centro de Dublín porque teníamos que cambiar dinero y averiguar qué lugar con mar podíamos visitar a la tarde. Nos recomendaron ir a un lugar que ahora no recuerdo porque tiré uno de los mapas. Lo cierto es que perdimos el tren y después decidimos aventurarnos a ir una estación más lejos (con el mismo boleto, claro...), o sea a Malahide. Y nos encontramos con un lugar hermoso, lleno de casitas a dos aguas y unas playas amplísimas y desiertas. Claro, hacía frío. Pero el paisaje era de lo más pacífico. La arena era finísima y los caracoles eran de esos que en las playas argentinas se consideran extrañísimos, y allá había a montones. Junté una bolsa, por supuesto. Y ahora están de adorno en el mueble del living-comedor. Metimos los pies en el agua, Nati y yo hicimos verticales y medialunas, tomamos mates y cuando se puso demasiado frío, volvimos. Fue un día muy lindo. Y llovió, sin falta.