Blogia
Próximo destino: Madrid

Pablo Milanés

Yo había oído que Pablo tenía cáncer. Que estaba en las últimas, que hace como cinco años era uno de los últimos recitales que iba a dar. Así que cuando escuché que cantaría en Madrid, me dije “Es mi última oportunidad, así que tengo que ir”. Se lo dije a Javi: “yo voy”. Él dijo que tal vez me acompañaba.
Al tiempo, recibimos una invitación a una boda. Casamiento, bah... era justo el 16 de septiembre, y teníamos que dar la respuesta hasta dos días antes. Fiesta en Granada, que no conocemos, fiesta a todo trapo, a toda tradición, supongo también. A mí me picaba la curiosidad, pero al final, cuando ya tuve que decidir, no dudé: Pablo.
Hacía poco que había terminado la temporada de pileta, pero todavía hacía calor. Bastante. Yo estaba leyendo El Ocho, muy enganchada. Interesante, entretenida. No podía parar, para ser sincera. Así que el viernes 15, a la tarde, me dije (me digo muchas cosas, como es evidente): entre leer en casa, o en el parque de enfrente, me voy a Lago y veo si puedo comprar las entradas para Pablo. Y volví al escenario de mis tardecitas de natación, de sol y relax, pero en lugar de tomar para la pisci, rumbeé hacia la taquilla de la Fiesta del PC. Ahí averigüé que tenía que comprar las entradas al día siguiente. Y de ahí, un poco contra esa naturaleza tan atada a las costumbres, a las rutinas, me fui a leer a la orilla del Lago. Y leí un rato, disfrutando del sonido del agua del chorro que está en medio de la inmensidad del agua. Esa inmensidad que rompe con la rutina gris, citadina, que está tan cerca, a una estación de metro, a dos minutos. Luego de un rato volví, ya con el ansia de que al día siguiente vería a un poeta genial.
El recital estaba anunciado a las 23.00. Habiendo visto la gente que había ido al de Silvio, pensamos que convocaría también a mucha gente, así que salimos de casa a las 22.15. Apuramos el paso, agradecimos lo pronto que pasó el autobús que nos llevó a la estación de metro, y cuando llegamos a Casa de Campo... no había un cúmulo de gente. Todos estaban dispersos, parecía como si no fuera a pasar nada, como si la fiesta se hubiera terminado hacía media hora y recién se estaban yendo. Por un momento, temí que se hubiera terminado todo antes de tiempo. Pero luego vi que estaba todo bien, todo mejor, que no había tanta gente y que la mayoría estaba haciendo botellón lejos del campo desde donde se vería a mi genial Pablo.
Al poco rato de que llegamos, dijo su discurso un señor del PC. Entre otras cosas comentaba la ineficacia de la emigración como solución para problemas que tendrían que resolverse sobre la base de una equidad mundial. Comprensible, pero... difícil tal como están las cosas. Lo cierto es que todos aplaudimos envalentonados, y enseguida sonó la marcha del PC, que ya ni recuerdo qué decía, pero cantamos con los brazos en alto y sonriendo por ser parte de ese grupo que la cantaba apasionado. Cuando terminó, todos aplaudimos y soltaron globos rojos al cielo, y tiritas rojas, violetas y amarillas (los colores de la República) para abajo. Fue un ratito de emoción y hasta nostalgia, porque entre citas de Gramsci, parecía una ilusión a destiempo, o utópica para estos tiempos tan capitalistas.
Cuando terminó el discurso y la suelta de globos y papelitos, todos se dispersaron más si era posible, y con Javi vimos que era posible acercarse más al escenario, a costa, claro, de quedarse parado un buen rato sin ver más que los montadores de los equipos musicales de toda la banda de Pablo.
Yo ya no estaba tan segura de cómo era: las imágenes que recordaba eran aquellas de su mata de rulos, pero era posible que en 15 años (el tiempo aproximado que tiene “Yo me quedo”) hubiera cambiado, así que no esperaba nada concreto. Sólo un negro con una voz divina y una dulzura increíble. Así que por ahí dije “ese es Pablo, mirálo” y alguien me miró pensando “Esta mina que viene a ver un recital gasta la guita al pedo, no sabe ni cómo es el que canta”, pero yo pensé que a esa altura nada me importaba, ya llegaría el momento de verlo cantar y me daría cuenta. Efectivamente, no era ése. Era otro, que de pronto llegó mirando al piso, como quien no quiere la cosa, como quien tiene vergüenza con tanta gente adelante. La que tenía gente adelante era yo: estaba segunda, haciéndome lugar para mi cabeza entre las de dos mujeres que seguramente eran parteras u obstetras o ginecólogas, porque hablaban de bebés como quien habla de que fue a comprar el pan. Javi estaba atrás mío, ajeno a tanto frenesí, si esa es la palabra que define mi estado de ánimo de entonces.
Había que ver la banda de música que lo acompañaba. Percusionistas que tocaban de todo, un pianista genial, un violinista que hacía magia, y un saxofonista que sería la envidia de cualquier fan del jazz, entre guitarras, bajos y otras cositas. Ocupaban todo el escenario.
Empezó cantando canciones que yo desconocía, y que ya no recuerdo. Hasta que fue mechando con De qué callada manera, Yo pisaré las calles nuevamente, La vida no vale nada (canciones que creo que sólo otro par de locos y yo cantamos), Años, que Javi cantó conmigo, abrazándome.
Entre canción medio desconocida y éxitos totales, invitó a cantar a su hija, a otro cubano que vive acá (y que cuando anunció “Un cubano que...” uno gritó “Silvio!!!”), y él descansaba. Creo que eso corroboraba mi idea de que no está muy bien, pero no fue en desmedro del recital.
Cantó Yolanda y fue emocionante, bellísimo. Todos cantábamos, y yo y otros pocos con las manos en altas, algunos con encendedores, pero no eran los encendedores, era la magia de la letra y la melodía. La dulzura de la canción, el encanto de verlo a Pablo cantar Yolanda como cuando uno canta en casa tan tranquilo.
Hacia el final hubo un subidón de éxitos: después de Yolanda, cantó El breve espacio en que no está. Entonces se fue, y Javi decía que ya haría el teatro de volver. Y así fue, luego de que le rogáramos que volviera, volvió, y mientras se acomodaba y todo el público estaba en silencio (algo realmente increíble, casi místico), yo, desde la primera fila gritaba “Yo no te pido” a más no poder, con la voz que me quedaba, y se escuchaba clarísimo mi grito. Pero cantó Para vivir. Todos cantamos a viva voz, y cuando terminamos, yo seguía insistiendo con Yo no te pido, y la gente se hizo eco: hasta un pibe me preguntó cómo era, y le dije “Yo no te pido / que me bajes / una estrella azul” y el pibe empezó a gritar también. Entonces sonaron los primeros acordes de Yo no te pido, y fue emocionante. Yo ya estaba en primera fila, con Javi detrás, porque se había ido mucha gente. Yo sabía que sería la última canción que cantaría, y lo sentí como una bendición, que nos la cantaba a Javi y a mí. Porque quizás nadie lo recuerde sin que se lo diga yo, pero en nuestro casamiento, cuando sonó esa canción, nadie bailaba y nosotros, solos en medio de la nada nos pusimos a bailarla abrazados, y fue hermoso. Y así se fue. Me quedé con ganas de pedirle un autógrafo, de decirle lo mucho que me gusta su música.

4 comentarios

Anónimo -

precioso relato. escribes muy bien. un saludo

Proximo Destino -

www.proximodestino.tur.br
Conheça um destino antes de viajar: www.proximodestino.tur.br

Jose -

Yo me quede enganchado con el viaje a Grecia, que lastima que no seguiste con el relato. Saludos de Buenos Aires con 34º de ST. Esto es un horno, y yo en Corrientes y Florida, peoooor!!!

Angie -

Estás de vuelta, bonito lo de Pablo, y que te pusieras a gritar hasta que cantó la canción que tu querías.
Saludos