Paseíto por Madrid
Hay que ver cómo disfruté el primer fin de semana luego de haber trabajado de martes a viernes. Lo esperaba, y lo valoré mucho.
Este fin de semana descubrí un nuevo lugar. Es el Parque de las Tres Cruces y queda más allá de la estación Aluche. El acceso es a través del estacionamiento del metro. Uno sube unas escaleras y de pronto se encuentra con un lugar muy desolado, todo amarillo de tan poca agua que cae. Y uno piensa, entonces: ¿Este es el parque al que vine? Pero entre explorar ese gran campo que se abre, y volver a la ciudad, bien vale adentrarse un poco más en ese paisaje desértico. En verdad, no es tan desértico: hay algunos árboles desperdigados por ahí, una bicisenda, un sanatorio a lo lejos, a la izquierda y cables de alta tensión sobre el camino. Sin embargo es un desierto porque allí uno siente que todo hierve, que poco falta para que todo estalle en llamas, de la sequía que se ve alrededor. Poco a poco, a lo lejos, empieza a distinguirse algo de verde. Y de pronto, todo lo que era desierto estalla en un gran bosque. No hay césped porque aquí, para que haya césped hay que regar todos los días la tierra, y eso no ocurre en los grandes parques. Hay muchísimos árboles, tantos que el sol no puede pasar. Debajo de los árboles hay varios bancos y mesas; y sobre la tierra, cantidad de ramitas, de esas marrones que cae de un árbol cuyo nombre no recuerdo, y que lo cubren todo. De pronto, se termina el bosque, la oscuridad, hay unas callejuelas y se ve más lejos un jardín, con césped verde y flores, y más allá, detrás de algo que parece un anfiteatro, un chorro de agua que se eleva por los aires. Luego, ya se ve otro paisaje: un lago, que tiene el chorro en el medio, y a su alrededor, un lindo claro con árboles y césped. Y más allá, otro bosquecillo con una mesa, dos bancos y muchos árboles. Y ahí entre la fuente, el jardín y el bosque- encuentra uno la paz total: allí no llega el ruido de los autos, hay poca gente y todo es apacible. Sobre la derecha hay una callecita de tierra (con pocos árboles y muchos bancos largos de madera) cuyo recorrido lleva hacia una plaza de juegos para niños, una cancha de básquet y una de fútbol. Un hermoso lugar. Lo mejor que tiene es que ahí, como en las plazas de Buenos Aires, la gente va a tomar sol en traje de baño, y eso era justo lo que me estaba faltando.
El sábado fui ahí sola, para pasar un momento agradable y leer Los siete locos de Roberto Arlt y tratar de escribir una parte de este tour por Madrid. No llevaba traje de baño ni lona, sólo una bolsita con lo indispensable (móvil, llaves, plano, papel, lápiz, lapicera y el libro). Lo mejor fue cuando, cansada de la sombra, descubrí los bancos que están al lado de la callecita de tierra, me acosté ahí y me devoré el libro. Fue un momento hermoso porque estaba tranquila, al sol, leyendo y disfrutando de un merecido fin de semana.
El domingo fuimos allí con Javi, yo con mi traje de baño, mis papeles y mi libro y él con una monografía de la escuela de caminos de la UPM que ya tiene la marca argentina: una mancha de mate. Pero claro, estas cosas son siempre así: el último día del fin de semana, que me decido a tomar sol, está bastante nublado y cuando estábamos muy cómodos con Javi, tomando mates, leyendo y disfrutando del silencio y la paz, empieza a llover. Organizamos todo para irnos y cuando lo tenemos todo listo, deja de llover y decidimos volver a instalarnos. A los pocos minutos de que nos volvimos a instalar, vuelve a llover y ahí nos vamos, ya definitivamente. Una pena, pero todo esto no quita que el lugar sea muy bonito.
Este fin de semana descubrí un nuevo lugar. Es el Parque de las Tres Cruces y queda más allá de la estación Aluche. El acceso es a través del estacionamiento del metro. Uno sube unas escaleras y de pronto se encuentra con un lugar muy desolado, todo amarillo de tan poca agua que cae. Y uno piensa, entonces: ¿Este es el parque al que vine? Pero entre explorar ese gran campo que se abre, y volver a la ciudad, bien vale adentrarse un poco más en ese paisaje desértico. En verdad, no es tan desértico: hay algunos árboles desperdigados por ahí, una bicisenda, un sanatorio a lo lejos, a la izquierda y cables de alta tensión sobre el camino. Sin embargo es un desierto porque allí uno siente que todo hierve, que poco falta para que todo estalle en llamas, de la sequía que se ve alrededor. Poco a poco, a lo lejos, empieza a distinguirse algo de verde. Y de pronto, todo lo que era desierto estalla en un gran bosque. No hay césped porque aquí, para que haya césped hay que regar todos los días la tierra, y eso no ocurre en los grandes parques. Hay muchísimos árboles, tantos que el sol no puede pasar. Debajo de los árboles hay varios bancos y mesas; y sobre la tierra, cantidad de ramitas, de esas marrones que cae de un árbol cuyo nombre no recuerdo, y que lo cubren todo. De pronto, se termina el bosque, la oscuridad, hay unas callejuelas y se ve más lejos un jardín, con césped verde y flores, y más allá, detrás de algo que parece un anfiteatro, un chorro de agua que se eleva por los aires. Luego, ya se ve otro paisaje: un lago, que tiene el chorro en el medio, y a su alrededor, un lindo claro con árboles y césped. Y más allá, otro bosquecillo con una mesa, dos bancos y muchos árboles. Y ahí entre la fuente, el jardín y el bosque- encuentra uno la paz total: allí no llega el ruido de los autos, hay poca gente y todo es apacible. Sobre la derecha hay una callecita de tierra (con pocos árboles y muchos bancos largos de madera) cuyo recorrido lleva hacia una plaza de juegos para niños, una cancha de básquet y una de fútbol. Un hermoso lugar. Lo mejor que tiene es que ahí, como en las plazas de Buenos Aires, la gente va a tomar sol en traje de baño, y eso era justo lo que me estaba faltando.
El sábado fui ahí sola, para pasar un momento agradable y leer Los siete locos de Roberto Arlt y tratar de escribir una parte de este tour por Madrid. No llevaba traje de baño ni lona, sólo una bolsita con lo indispensable (móvil, llaves, plano, papel, lápiz, lapicera y el libro). Lo mejor fue cuando, cansada de la sombra, descubrí los bancos que están al lado de la callecita de tierra, me acosté ahí y me devoré el libro. Fue un momento hermoso porque estaba tranquila, al sol, leyendo y disfrutando de un merecido fin de semana.
El domingo fuimos allí con Javi, yo con mi traje de baño, mis papeles y mi libro y él con una monografía de la escuela de caminos de la UPM que ya tiene la marca argentina: una mancha de mate. Pero claro, estas cosas son siempre así: el último día del fin de semana, que me decido a tomar sol, está bastante nublado y cuando estábamos muy cómodos con Javi, tomando mates, leyendo y disfrutando del silencio y la paz, empieza a llover. Organizamos todo para irnos y cuando lo tenemos todo listo, deja de llover y decidimos volver a instalarnos. A los pocos minutos de que nos volvimos a instalar, vuelve a llover y ahí nos vamos, ya definitivamente. Una pena, pero todo esto no quita que el lugar sea muy bonito.
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